Tuesday, November 01, 2011

blog semi abandonado

En caso de que busques  algo sobre Fabio Víquez,  visita http://fabioviquez.blogspot.com/

Monday, July 04, 2011

Hoy

Sé que detrás de estas oscuridades hay bellos amaneceres, lo sé, tengo fe en ello.

Friday, June 17, 2011

Alicia

La primera vez que la vi fue una tarde de invierno, llovía, hacía frío, el interior se contraía, los ojos de la gente eran pozos de agua oscura. Caminaba ajeno a todo, trataba de escapar de ese torbellino de frustración y soledad que era mi vida.

Tal vez por eso su abrigo púrpura, me llamó tanto la atención.

La miré de espaldas. Llevaba una capucha sobre la cabeza, un pantalón de mezclilla muy gastado y las botas negras. La seguí durante varias cuadras, esperando el momento adecuado para hablarle. No vi su cara sino hasta que se detuvo en una esquina. Se volteó despacio y me miró. Su piel blanca, los ojos verdes, el cabello negro.

Abordó un taxi y desapareció.

Pasaron varios días. La busqué por diferentes lugares pero solo hallé lo mismo que antes, la soledad y el vacío que me abrumaba.

Hasta un día que la encontré a unas cuadras del edificio donde vivía. Iba camino al supermercado, estaba sentada en la parada del autobús, se veía igual que la ocasión anterior. Le hablé. El silencio con que me respondió me mostró su miedo. Después de unos momentos, habló. Se llamaba Alicia.

Eran las seis de la tarde, una capa de plomo caía sobre la piel, y la masa deforme de los sonidos de la ciudad.

Yo no tenía nada que comer, tampoco mucho dinero en el bolsillo, aún así me atreví a proponerle que compráramos una botella de vino y que fuéramos a mi apartamento. En mi antro no había más que un colchón, una vieja refrigeradora, condones y una cocina pequeña.

Abrimos la botella. Conversamos. Era fanática de Depeche, The Cure, Massive, Tricky. Sus novelas preferidas eran Drácula, Frankestein y andaba buscando un Melmoth. Vivía en las afueras, al sur, muy al sur, al final de la barranca. No tenía trabajo, ni estaba estudiando.

El primer acercamiento se fue dando despacio pero inmediatamente se hizo a un lado, me miró a los ojos y preguntó con franqueza:

¿Sabés lo que estás haciendo?

Esa noche, antes de irse, apuntó su número de teléfono en una hoja de papel y me lo dio. Dejó el apartamento casi a las tres de la mañana.

. . .

Siempre he sido así, pero fue cuando estaba en el colegio que me decidí a ser libre. La verdad, eso solo me trajo problemas. Voy a ser franca: se la tuve que mamar a casi todo el cole. Hasta el director, que era un viejo playo, me dijo un día que si no me lo cogía, me expulsaba. Esos años fueron un asco, lo irónico es que los más rudos, los más machos, lo que más deseaban era mamarmela.

¿Cómo vas a hacer más adelante, cuando tengás que trabajar?

¿Creés que una persona como yo puede ir a un colegio o una universidad o llevar una vida normal? Mi vida es andar en las calles, huyendo de un lado a otro, buscando lugares donde me dejen tranquila. Ocultándome de la doble moral de la sociedad.

¿Cómo vas a vivir?

Por supuesto que llegará el momento, tarde o temprano, en que me tenga que dedicar a la prostitución. Esa es la verdad. ¿Qué opción tengo? ¿Dejar de ser quien soy? Eso nunca. Probablemente moriré de sida o en la calle. ¿Injusto? Qué mi importa, lo único que tengo es la persona que soy y la vida que llevo, lo demás es un disfraz.

Luego de sus palabras ni siquiera podía mirarla a la cara. No tenía valor para enfrentar mi realidad.

La relación fue extraña, conforme la conocí y me adentré en su interior, disminuyó la atracción que sentía, pero a ella le sucedió lo contrario. Me llamaba a cualquier hora e insistía en que nos viéramos a diario, cuando estaba en mi casa, tenía que obligarla a irse. Sentía que nuestros mundos estaban a punto de chocar. Hasta ese momento la relación que llevaba no trascendía más que un círculo de dos y no estaba dispuesto a que eso cambiara.

Una noche llegué a casa pasadas las ocho. Me esperaba en la puerta del edificio, debajo de su sombrilla negra, como un ave de mal agüero. Cuando la vi, sentí que algo caía sobre mí, una gran carga que no podía soportar.

La empujé contra la pared, y le dije:

Nunca, nunca vengás aquí sin avisar, no te quiero ver cerca de aquí.

Reaccionó con debilidad, no se defendió ni dijo nada.

Entré y me senté en la oscuridad. Me siguió, tiró el bolso al suelo y se sentó.

Sólo quería verte.

Guardé silencio, estaba perdido en mis pensamientos. Trató de besarme, pero volteé mi rostro hacia el lado contrario.

¿Te doy asco?

¿Te da miedo lo que soy?

¿O te da miedo lo que sos?

Esa noche se marchó, caminando de espaldas, con su cabello largo, sobre los hombros caídos, arrastrando las botas, alejándose, solitaria, cargando su abrigo púrpura en una mano.

Monday, April 04, 2011

El xolo

Iba por la ciudad mirando alrededor, queriendo encontrar algo en aquellos rostros rotos: una palabra, un puente, un barco que me acercara a un corazón, pero no encontraba nada. Hasta que bajo las sombras de los árboles del parque, algo llamó mi atención. Al inicio no supe lo que era, así que me acerqué sigiloso. Lo que parecía una bolsa de basura se transformó en una pierna, en un brazo y luego en una cabeza. Era una mujer gorda, acostada en el piso. Luego apareció su rostro, cubierto de mugre, y dos ojos grandes, como fragmentos de sol empobrecido.

Me miró. El viento que movía los árboles, los parpadeos, las partículas de polvo en el aire, todo se detuvo. Caí durante un instante en el tenebroso precipicio de su mirada. Un instante que duró años.

Fui a un café cercano, tomé algo y fumé un cigarrillo. Había poca gente en el lugar. Dejé que pasarán los minutos, los pensamientos, las horas. Ardió el cielo, cayó la noche y yo me largué para mi apartamento.

Ya no me esperaba nadie más que el patético vacío. Me tumbé en el sillón, traté de leer un poco. Hacia la media noche, me fui quedando dormido. Soñé que me dolía la lengua, como si alguien me la estuviese prensando con una herramienta de metal. En el punto donde la herramienta hacía contacto con mi carne, la sangre surgía, similar a una fuente de finos ríos oscuros. Luego supe que no era la lengua sino el corazón lo que me dolía.

Desperté cansado. Con las imágenes del sueño en mi memoria. Me serví un americano y miré mi imagen en la soledad.

El ciruelo en la ventana estaba casi sin hojas, y aunque aún tenía algunos frutos en sus ramas, estaban secos, se negaban a caer. A medio tabaco me detuve a mirar el humo. Los caminos que se dibujaban en el aire me llevaron de nuevo al sueño de la noche antes. Tomé uno de aquellos ríos de sangre y lo seguí. Comencé avanzar en mi memoria, a hurgar en mi pasado, a encontrar rostros y situaciones.

Salí a la calle. El olor a sangre me llevó a través de semáforos y las esquinas, tras los pasos de la gente. Por ahí topé a un perro de orejas paradas, cuello largo, cuerpo escuálido, sin pelaje. Me acerqué y lo toqué, su piel rugosa hervía, como si tuviera fuego en la sangre. Fui tras él, durante días, hasta que poco a poco me transformé. Ya no fui yo, me convertí en él, y caminamos juntos bajo el sol, por calles y avenidas.

Así hasta un atardecer, cuando subimos a una azotea. Desde ahí miramos el firmamento radioactivo. En el horizonte, un espejismo comenzó a aparecer: un campo de hombres y mujeres destrozados por las balas. La visión fue espantosa, la más terrible tristeza se apoderó de mi. En uno de aquellos rostros descubrí los ojos amarillos de la mujer que había visto días antes. Entonces comprendí porque me había impactado tanto. En aquella mirada, tan desorientada, tan desesperada, me encontré a mi. Un fuerte dolor me nació en todo lo que soy. Luego, el xolo asomó su hocico y como si hubiese terminado una misión, salió de mi interior. Yo quedé derrotado, en silencio, en la azotea de aquél edificio, llorando por tanta muerte que había frente a mí.

Friday, April 01, 2011

León

Vive al sur de la ciudad. Su apartamento está en el segundo piso de un edificio pequeño. No sé nada de él.


Al llegar, aprieto el botón de un intercomunicador, responde la voz de un hombre:


—Who´s this? —me dice con un tono cortante. Me identifico y abre el portón.


Subo las gradas. Espera detrás de la puerta, ocultándose.


Al principio la conversación está marcada por la desconfianza, pero luego de algunos minutos va tomando el rumbo que busco. Así, conforme él va pronunciando sus frases, voy desgranando la historia.


—Nací en Puerto Limón, en una época en la cual el puerto era un pobre caserío, sin orden ni dios, rodeado de selva virgen, manglares, ríos, monos, cocodrilos y serpientes. Soy hijo de la muerte y de la calle, desde niño sufrí en carne propia la crueldad de la agresión, de la violencia y de la mala fortuna. Mi padre fue un desgraciado. Murió solo, como un bastardo, como se lo merecía. Desde pequeño me torturó. Me agarraba a golpes, a patadas, me amarraba y me pegaba, como si eso fuera una diversión.


— ¿Sabe por qué? Mire estos ojos, verdes. Él era moreno, mi madre mulata. Yo soy hijo del vecino, del marinero, de cualquiera. Una ofensa a su hombría, y me la cobró cada vez que pudo.


Hace una pausa. Luego, con un tono que denota enojo, continúa.


— Mire mi mano, mi brazo nervudo. Estos callos en los nudillos son por algo. Si él estuviera aquí, en este momento, lo destrozaría. Le enseñaría que un hombre no le hace eso a un niño. La verdad es que soy el hijo de la puta del puerto, la ramera del mar. De algún lado salieron mis ojos verdes, mi cabello claro.


La primera vez que dejó la casa, aún no llegaba a los seis años. Buscaba escapar del infierno. A partir de ahí, su instinto de supervivencia lo fue todo. Cuando estaba en la calle comía lo que encontrara, lo que le regalaran. Aguantaba palizas de quien fuera y por lo que fuera. Dormía bajo cualquier cosa que lo resguardara de la intemperie. Pero el infierno continuó. El policía del pueblo lo recogía cada vez que lo veía y lo llevaba de regreso a su casa.


—Yo sé que ese borracho le está dando mala vida, pero la ley dice que yo lo tengo que llevar adonde él. No puedo hacer nada —le decía el policía.


Así hasta que a los siete años, su suerte cambió cuando consiguió trabajo en un cabaret. El dueño, además de darle unas monedas por hacer tareas sencillas como recoger mesas y acomodar sillas, lo dejaba dormir donde fuera. Para él, esa fue su primera casa.


—Tenía varias semanas de estar ahí cuando se me acercó una ballena blanca. Venía con la marea, oculta entre la espuma.


—Chiquillo, ¿vos sabés lo que es el sexo? —me preguntó.


—Después de eso, todas querían conmigo. Nunca me han faltado las mujeres.


A los doce años tomó un tren hacia San José. El primero de muchos viajes entre la ciudad y el Puerto. De ahí al Bronx, Nueva York, barrio al cual habían emigrado su madre y sus tías años antes. En el Bronx rápidamente hizo amistad con puertorriqueños, colombianos, salvadoreños, mexicanos y negros. Siempre se ha llevado bien con los puertorriqueños y los negros. Con los puertorriqueños porque son gente solidaria, pero creció con negros.


—Soy negro por dentro. Me siento bien entre ellos, porque no tienen miedo de abrazar al hermano para demostrarle amor y respeto. En la vida, no hay nada más lindo que expresarle a otro hombre tu respeto.


Los primeros grupos que frecuentó no fueron las pandillas, sino asociaciones que promovían la independencia de Puerto Rico, pero la frontera entre estos y las bandas nacidas para defender el barrio latino era muy tenue. Así se fue enredando hasta que llegó a los Kings.


—Nosotros no somos una ganga para el mal. Estamos para hacer el bien, para proteger al vecindario, proteger la vida. Para morir por el hermano cuando sea necesario. No somos como las maras or another ganga que andan robándole a la gente más débil. Si yo me encuentro con uno de esos, más bien voy y le digo, mire se me va de aquí o lo rajo. Ellos saben que es verdad. ¿Sabe por qué?


— Porque tengo valor. Mire mi rostro, vea estas cicatrices. ¿Usted cree que yo me hago pa´tras? No brother, ante nadie. ¿Me escuchó? Ante nadie.


Décadas después, está de regreso en San José. Se sienta frente a una mesa de vidrio y bambú. El lugar es un sitio pequeño y austero. Lo observo con detenimiento. Tiene los ojos color verde esmeralda, el cabello blanco, muy corto, la piel morena. Su rostro irradia bravura, sus gestos son muy marcados, severos, denotan dureza. Lleva una camiseta color azul, sin mangas, con el símbolo de los Yankees de Nueva York sobre el pecho. En sus brazos se pueden ver algunos de sus tatuajes. Los buenos son vírgenes y santos. Los malos están cubiertos por la tela, en su abdomen y espalda. Cubiertos para no tener problemas con los prejuicios de la sociedad.


En la sala, colgando de una pared hay una jaula de madera. Adentro, un periquito de amor, azulado. Revolotea con ansiedad. León camina despacio, arrastrando una pierna. Levanta el brazo, descorre el cerrojo y deja salir al pájaro.


—Lo dejo volar todos los días durante un rato, para que ejercite sus alitas, para que vuele libre. Aunque sea adentro de las paredes de esta casa. No lo puedo dejar todo el día suelto, porque es capaz que se lo come una rata o la gata del edificio, que en ocasiones se escurre entre las celosías.


Me siento como un espectador. Trato de grabar en mi mente cada detalle, cada palabra. Me prohíbe usar grabadora, lápiz o papel.


¿Así que usted es el escritor? ¿Escribe para una revista, un periódico o qué?


—No, escribo para mí. Trato de hacerlo lo mejor que puedo, no tengo ningún libro ni publicación, soy totalmente desconocido, pero ahí van quedando mis historias.


—Me parece bien que no escriba para un periódico o una revista, porque eso es muy comercial. Ellos solo escriben lo que les interesa. ¿Qué les va a importar alguien como yo? Un old school. A ellos les interesan los tiroteos de los maras, de los narcos, porque eso vende. Cuando hablan de una ganga, solo hablan de los delitos, nunca de lo que hay detrás, de lo complejas que son.


Toma un respiro. Regresa al sillón. Se sienta, y continúa.


Almighty Latin King Nation es una ganga de hermanos para protegernos de los abusos del blanco. Para que aprenda que somos iguales, que no somos inferiores a él. Luchamos contra su sistema, porque trata de oprimir y explotar. Pero no odiamos a los Estados Unidos, al contrario, son nuestra segunda patria. Es la tierra de nuestros hijos. Pero la ganga te enseña a amar a tu origen latino, a proteger al hermano. Somos una gran nación de hermanos y hermanas, unidos para protegernos.


León, hace una pausa. Se levanta, va a al fregadero, toma un vaso, lo llena de agua, toma un trago grande y regresa.


—Sabe, yo también escribo. Es bonito sentarse a escribir lo que uno piensa o lo que siente, y que luego otras personas lo lean. Pero claro no es fácil, sobre todo cuando uno se ha formado en la calle. Yo le escribo cartas de amor a una muchacha del barrio. Desde que llegué aquí se ha preocupado por mí, porque yo esté bien y no me haga falta nada. Más allá de eso, ella me ha dado ese calor humano que uno necesita. No se puede vivir sin amor. Tal vez, si no hubiera tenido esta vida que me tocó vivir, me habría gustado ser escritor. A mi me gustaría que alguien, algún día, se tome el tiempo y escriba sobre mí, aunque sea algo pequeño y ojalá otros lo lleguen a leer.


Mira por la ventana. De perfil, su rostro parece de piedra. A contraluz es como si su silueta se hiciera gigante. Él, con su visión del mundo y sus creencias, es más auténtico que mucha gente que anda por ahí. Sus sentimientos son más reales e intensos.


Conforme lo escucho hablar, también resuenan en mis oídos las palabras de alguien más, a quien le comenté que iba a visitar a León:


—Algunos de ellos se ven a sí mismos como salvadores y protectores. Tal vez, al inicio perseguían fines nobles, pero esos principios, en la mayoría de los casos, se degeneraron y las pandillas se transformaron en organizaciones delictivas.


León, continúa:


—Yo tengo mi propia fe. Mi fe es en el ser humano y en sus principios, un ser que tiene el poder de decidir y actuar. Yo hago mi fe, cómo hago mi vida, a cada momento, por las decisiones que tomo. La religión es un instrumento para dominar y controlar. De eso yo no tengo. Todo lo contrario, lucho por mi libertad. Mis principios son el respeto y la lealtad. Mi principio es proteger a la viejita del barrio, a los niños.


El perico posa sobre una lámpara. León se acerca, le extiende el brazo y el dedo índice. Lo lleva de regreso a la jaula.


¿Por qué regresó a Costa Rica? ¿Por qué dejó lo Estados Unidos?

Interrumpe la narración. Me dice que ya no quiere seguir hablando.


—Ya tiene suficiente material para escribir sobre mí —dice.


Hace énfasis en que no escriba ningún detalle que pueda revelar su identidad. Le pregunto si tiene alguna deuda pendiente con la ley, pero me responde que mejor me vaya. Luego va hacia la puerta, la abre. Bajamos las gradas, salimos del edificio y nos despedimos.


León queda atrás, yo sigo adelante, escribiendo.

Las postales extraviadas de la vida de alguien más

Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio, amplio, oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsunami. Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso similar, intenso, profundo, vasto y la vibración constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de caminar entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papalote cuando se es niño y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve.


Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas sobre la superficie. E inmediatamente las partículas se van soltando una a una, chocando contra el pavimento, mientras el sonido es amplificado. La calma se desvanece y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza.


Es el estado de alerta, de precaución, como cuando alguien o algo te acecha en la oscuridad. Segundos más tarde, ya no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones. Mientras vos y yo, y los otros comienzan a correr, a escapar en todas direcciones, como ratones de un cartoon noventero.


Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y los nidos de oropéndola, con sus bombas de piel humana, cayendo. Y los aviones te siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como la rosa de los vientos.


Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el viento acariciándote el rostro violentamente y tus ojos chinos que lagrimean. Acelerás, acelerás y la moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un momento, emergen en el horizonte dos cazas, como puntos terribles que se acercan llenos de certezas. Hasta que dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado tuyo sobre la carretera. Y ya no importa si vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan.


Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.


Un hombre joven camina por un jardín tropical, lleno de plantas exuberantes, algunas están en plena floración; lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica. También hay almendros y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín.


El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge a la vez salvaje, terrible e inofensivo. Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto, un vestido de rayas que apenas le cubre la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano y la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en el mar, deja que sus voces blancas la acaricien por completo. Por eso su piel se eriza, su interior se contrae, sus grandes ojos de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía, de sensualidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín.


Él se acerca silencioso, se abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan.


Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se hacen más grandes, preparan sus metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas.


Se da el siguiente momento.


El momento en que el hombre suda su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman, la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda rostros, se suda así mismo y cae.


Cuando recobra el sentido, está tirado en el piso, escondido en una esquina, junto a un ventilador que suena como un avión, como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño. Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extraviadas de la vida de alguien más.

Tuesday, March 29, 2011

El gallo. Un cuento mexicano

La calle es fuego, los rayos de sol se acumulan en el asfalto. No hay viento, no hay brisa, solo un cruce de caminos, el paisaje desértico y calor. Como si el cielo también ardiera. Un hombre de edad mediana, ni muy delgado, ni muy gordo, de cabello largo, espera bajo el sol. La única sombra que hay, es su sombrero de vaquero y su barba de tres días. La cita es a las once de la mañana, faltan diez para las doce y el taxista no da señales de vida. Tiene que ser paciente, aquí nada ocurre a tiempo, todo sucede dos o tres horas después. Al rato pasa una patrulla, siente que lo miran con sospecha, como si lo persiguieran. No ha hecho nada malo, ¿qué harían si lo atraparan? Está listo para decirles de sopetón que no tiene para mordidas, pero eso sería una estupidez. Siempre ha sido un poco paranoico.


El calor es insoportable. Sería perfecto tomar una cerveza o un agua fría, pero no hay nadie más que él, la carretera vacía y aquél cruce de caminos. Tiene casi dieciocho años de ser consumidor, comenzó a los veinte, aunque hace más de un año que no se ha metido nada. No es que le haga falta, pues tiene su hábito controlado. Pero un poco, solo un poco, no estaría mal. Es que hay momentos en la vida en los que se necesita un poco de ayuda para seguir adelante. En aquél calor, en aquella vida que lleva, sería como detenerse un momento y descansar.


Al fin, una mota aparece en el horizonte, poco a poco toma la forma de un vehículo ruidoso. Se detiene de súbito, se abre la puerta; como en una movie. El sujeto que esperaba en la carretera lo aborda. El conductor le muestra sus dientes amarillos y suelta una bocanada de aliento pestilente.


Está un poco caliente, ¿no? Dice al ver las gotas de sudor que resbalan por la frente del pasajero.


Nunca se han visto. El contacto lo hizo alguien más. En este negocio todo es precaución. El interior del taxi huele a droga. El pasajero parece pedir un poco con la mirada. El taxista se ríe, pero no le da nada. El pasajero trata de hacerle conversación. Tampoco sabe claramente hacia donde se dirigen, sabe que es un lugar hacia el sur, una casa perdida en la llanura, donde guardan la mercancía, pero desconoce el nombre del lugar. Lo único que le interesa es que todo salga bien.


El bisnes amigo… el bisnes ha estado muy complicado — dice el conductor.

¿Por qué? — pregunta el pasajero.


Ya sabe los pinches pendejos que se disputan la plaza. Además está en el ejército y la policía, con esos nunca se sabe. Lo único que les interesa es ver cómo sacan algo de lana.


El taxista enciende un cigarro, ofrece otro al pasajero. Descienden por un cañón. Al fondo, como una cicatriz en la tierra, un caño recoge los desperdicios de los habitantes del lugar. Están por llegar. El taxista nota que todo está extrañamente callado. No hay niños jugando en la calle, ni perros, ni nada. Únicamente un gallo aletea bajo un árbol.


Detienen el carro. Caminan por una vereda que serpentea entre los ranchos.


— El problema es guardar y mover la droga. Es muy complicado porque el negocio es muy competitivo. Nosotros competimos contra la balas — se carcajea. — La verdad es que no nos dedicamos a esto. Lo que guardamos aquí es solo para consumo personal y para ayudar a algunos amigos. El problema es que los primeros que se mueren en esta guerra son los vendedores al menudeo, y luego todo se pone muy escaso.


A mi me han hecho picadillo a varios amigos, suena exagerado pero así es, no le miento. Los parten en pedacitos y los tiran a la calle. Así… pues no. Prefiero comprar una cantidad grande con uno o dos más, y pellizcar nada más el consumo.


Llegan al final de una alameda.


— Aquí es. Este era antes nuestro bulín, pero ahora lo usamos para lo que usted necesite— dice el taxista.


Golpea la puerta. —¡ Panchito! —grita a alguien en el interior.


A las seis de mañana el gallo aún cacareaba, el sol ya comenzaba a calentar. El hombre dormía en el sillón de la sala, o lo intentaba pues estuvo bebiendo y consumiendo hasta hacía pocas horas, y ahora sentía que descargas eléctricas se le venían sobre la frente. Entonces abría los ojos, asustado, se cercioraba que nada estaba pasando y seguía intentando dormir. Panchito, no lo sabía pero estaba en las puertas del infierno y aquellas descargas, eran el anticipo de lo que se venía.


Al rato se levantó, fue a la cocina, tomó un galón de agua tibia, se refrescó el rostro y la garganta. Después se dirigió al baño, vomitó un poco y orinó. Se tiró en el piso fresco, comenzó sentir un leve alivio y cayó dormido. Un escorpión rojizo se ocultaba bajo una silla.


Comenzó a soñar que escuchaba pasos alrededor de la casa. Luego la voz de unos hombres, dos o tres, junto a la ventana. Trataban de abrir la puerta. Sintió que los hombres lo rodearon. Aún dormido trató de alcanzar la escopeta, pero ya no estaba a donde la había dejado. En lugar de eso, el escorpión le picó la mano. Abrió los ojos. Entonces tres hombres la emprendieron a palos contra él.


Luego lo sacaron de la casa, lo llevaron a la parte de atrás, bajo un árbol. Apareció un cuarto hombre en la escena. Traía su herramienta de trabajo en la mano. Cuando Panchito escuchó el sonido de la motosierra deseó que aquello fuera como las descargas eléctricas que había sentido un rato antes, cuestión de abrir los ojos y calmarse. O como el aguijonazo del escorpión, doloroso pero que al fin pasa.


— ¡Paaaaaanchooooo! Qué extraño, parece que no está —, vuelve a decir el taxista. En esta fase del juego, el comprador es un protagonista inexistente.

Al taxista le entran las ganas de mear. Va hacia el árbol, donde está el gallo. Se da cuenta que el ave sostiene algo en su pico.


— ¡Pinche pendejo! — grita el hombre al gallo. El ave revolotea y deja caer lo que sostiene. El taxista lo examina con asco. Es un pedazo de carne flácido. Al inicio no sabe qué es, pero luego se da cuenta.


—¡Una verga! — grita asustado. Camina un poco por ahí, encuentra un tronco humano, sanguinolento. Falta la cabeza, las manos y los pies. —¡Ves cabrón te lo dije! Ya nos jodieron a Panchito.

Tuesday, May 26, 2009

blog cerrado

esta mierda está cerrada, lo mismo que mis otros sites.