Monday, April 07, 2008

Trippin Tilarán

Hace un tiempo atrás tuve un tiempo de ocio y me fui para las montañas, en dirección de Monteverde, donde estuve varios días dedicado a leer algunas novelas (que ya no recuerdo) y al extraño Pablo de Rokha, a tomar vino tinto y a fumar marihuana.

Cierto día, a media mañana emprendí una caminata, primero pasé el pueblo, la plaza, frente a la iglesia, luego me puse en dirección de una reserva, aún más en la cima de la montaña, solo que yo me desvíe por un camino y seguí una pequeña trocha, durante tres horas, quizá cuatro. Partí sin probar bocado, pero por supuesto que traía en mi mochila una botella de vinilio y unos hits bien enrolados. También algo de resaca de la noche pasada.

Luego de aquel periodo de caminata estaba exahusto y y mareado, por lo cual me senté bajo un arból, al lado del camino, al pie de una dísimulada pendiente, a pensar en nada.

Para hidratarme tomé vino y para relajarme fume yerba. Entonces fue cuando inició un viaje tan intenso como pocas veces lo he vivído. Primero fue el pasto, más alto y más brillante, verde claro, intenso, con matices de amarillo. Luego fue el viento, que comenzó a mover el pasto, en unas partes como pequeños tornados, en otras como manos gigantes que lo peinaban. Similar sucedió con el árbol, que de repente extendía sus ramas hacia mi y luego las alejaba, como si me quisiera abrazar. Lo mismo el viento que una amante sensual con su boca lujuriosa exhalando sobre mi piel y sensibilizándolo todo.

Y yo fumaba, reía y bebía y gozaba el espéctaculo que se me proporcionada.

Algo de rato llevaba en esto cuando descubrí unos bultos blancos en la mitad de la ladera. Si bien al inicio no sabía lo que era, rápidamente supe que eran vacas lecheras, las cuales pastaban el pasto brillante. Las miré por largo rato, pues todo era armonía. No tenía noción clara del tiempo pero sabía que las horas pasaban, seguía sin comer y el tinto no se acababa. Sentía vacío el estómago, la cara roja y la cabeza me ardía, creí que me iba a desmayar o quizá lo hice. Pero mientras eso pasaba, aquella vaca, la más grande, la más blanca y con manchas más negras, comenzó a bajar la ladera y a caminar en dirección hacia mi.

Lenta y pesada, de ninguna manera amenazadora o agresiva. Conforme ella se acercaba algo me sucedía, entraba en una somnolencia profunda, a tal punto que los párpados se me cerraban y la cabeza se me caía. No eran sino sus movientos los que me despertaban. Cuando la vaca estuvo frente a mi a solo unos pasos, se detuvo, alargó su cuello, como si fuese una jirafa o una vaca de goma, hasta que su hocico rozó mi oreja y la humedeció.

Fue cuando sucedió lo increíble, la vaca me dijo: “Las penas y las vaquitas se van por la misma senda... Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas... ”. *

*Calamaro