Friday, June 17, 2011

Alicia

La primera vez que la vi fue una tarde de invierno, llovía, hacía frío, el interior se contraía, los ojos de la gente eran pozos de agua oscura. Caminaba ajeno a todo, trataba de escapar de ese torbellino de frustración y soledad que era mi vida.

Tal vez por eso su abrigo púrpura, me llamó tanto la atención.

La miré de espaldas. Llevaba una capucha sobre la cabeza, un pantalón de mezclilla muy gastado y las botas negras. La seguí durante varias cuadras, esperando el momento adecuado para hablarle. No vi su cara sino hasta que se detuvo en una esquina. Se volteó despacio y me miró. Su piel blanca, los ojos verdes, el cabello negro.

Abordó un taxi y desapareció.

Pasaron varios días. La busqué por diferentes lugares pero solo hallé lo mismo que antes, la soledad y el vacío que me abrumaba.

Hasta un día que la encontré a unas cuadras del edificio donde vivía. Iba camino al supermercado, estaba sentada en la parada del autobús, se veía igual que la ocasión anterior. Le hablé. El silencio con que me respondió me mostró su miedo. Después de unos momentos, habló. Se llamaba Alicia.

Eran las seis de la tarde, una capa de plomo caía sobre la piel, y la masa deforme de los sonidos de la ciudad.

Yo no tenía nada que comer, tampoco mucho dinero en el bolsillo, aún así me atreví a proponerle que compráramos una botella de vino y que fuéramos a mi apartamento. En mi antro no había más que un colchón, una vieja refrigeradora, condones y una cocina pequeña.

Abrimos la botella. Conversamos. Era fanática de Depeche, The Cure, Massive, Tricky. Sus novelas preferidas eran Drácula, Frankestein y andaba buscando un Melmoth. Vivía en las afueras, al sur, muy al sur, al final de la barranca. No tenía trabajo, ni estaba estudiando.

El primer acercamiento se fue dando despacio pero inmediatamente se hizo a un lado, me miró a los ojos y preguntó con franqueza:

¿Sabés lo que estás haciendo?

Esa noche, antes de irse, apuntó su número de teléfono en una hoja de papel y me lo dio. Dejó el apartamento casi a las tres de la mañana.

. . .

Siempre he sido así, pero fue cuando estaba en el colegio que me decidí a ser libre. La verdad, eso solo me trajo problemas. Voy a ser franca: se la tuve que mamar a casi todo el cole. Hasta el director, que era un viejo playo, me dijo un día que si no me lo cogía, me expulsaba. Esos años fueron un asco, lo irónico es que los más rudos, los más machos, lo que más deseaban era mamarmela.

¿Cómo vas a hacer más adelante, cuando tengás que trabajar?

¿Creés que una persona como yo puede ir a un colegio o una universidad o llevar una vida normal? Mi vida es andar en las calles, huyendo de un lado a otro, buscando lugares donde me dejen tranquila. Ocultándome de la doble moral de la sociedad.

¿Cómo vas a vivir?

Por supuesto que llegará el momento, tarde o temprano, en que me tenga que dedicar a la prostitución. Esa es la verdad. ¿Qué opción tengo? ¿Dejar de ser quien soy? Eso nunca. Probablemente moriré de sida o en la calle. ¿Injusto? Qué mi importa, lo único que tengo es la persona que soy y la vida que llevo, lo demás es un disfraz.

Luego de sus palabras ni siquiera podía mirarla a la cara. No tenía valor para enfrentar mi realidad.

La relación fue extraña, conforme la conocí y me adentré en su interior, disminuyó la atracción que sentía, pero a ella le sucedió lo contrario. Me llamaba a cualquier hora e insistía en que nos viéramos a diario, cuando estaba en mi casa, tenía que obligarla a irse. Sentía que nuestros mundos estaban a punto de chocar. Hasta ese momento la relación que llevaba no trascendía más que un círculo de dos y no estaba dispuesto a que eso cambiara.

Una noche llegué a casa pasadas las ocho. Me esperaba en la puerta del edificio, debajo de su sombrilla negra, como un ave de mal agüero. Cuando la vi, sentí que algo caía sobre mí, una gran carga que no podía soportar.

La empujé contra la pared, y le dije:

Nunca, nunca vengás aquí sin avisar, no te quiero ver cerca de aquí.

Reaccionó con debilidad, no se defendió ni dijo nada.

Entré y me senté en la oscuridad. Me siguió, tiró el bolso al suelo y se sentó.

Sólo quería verte.

Guardé silencio, estaba perdido en mis pensamientos. Trató de besarme, pero volteé mi rostro hacia el lado contrario.

¿Te doy asco?

¿Te da miedo lo que soy?

¿O te da miedo lo que sos?

Esa noche se marchó, caminando de espaldas, con su cabello largo, sobre los hombros caídos, arrastrando las botas, alejándose, solitaria, cargando su abrigo púrpura en una mano.