Friday, April 01, 2011

León

Vive al sur de la ciudad. Su apartamento está en el segundo piso de un edificio pequeño. No sé nada de él.


Al llegar, aprieto el botón de un intercomunicador, responde la voz de un hombre:


—Who´s this? —me dice con un tono cortante. Me identifico y abre el portón.


Subo las gradas. Espera detrás de la puerta, ocultándose.


Al principio la conversación está marcada por la desconfianza, pero luego de algunos minutos va tomando el rumbo que busco. Así, conforme él va pronunciando sus frases, voy desgranando la historia.


—Nací en Puerto Limón, en una época en la cual el puerto era un pobre caserío, sin orden ni dios, rodeado de selva virgen, manglares, ríos, monos, cocodrilos y serpientes. Soy hijo de la muerte y de la calle, desde niño sufrí en carne propia la crueldad de la agresión, de la violencia y de la mala fortuna. Mi padre fue un desgraciado. Murió solo, como un bastardo, como se lo merecía. Desde pequeño me torturó. Me agarraba a golpes, a patadas, me amarraba y me pegaba, como si eso fuera una diversión.


— ¿Sabe por qué? Mire estos ojos, verdes. Él era moreno, mi madre mulata. Yo soy hijo del vecino, del marinero, de cualquiera. Una ofensa a su hombría, y me la cobró cada vez que pudo.


Hace una pausa. Luego, con un tono que denota enojo, continúa.


— Mire mi mano, mi brazo nervudo. Estos callos en los nudillos son por algo. Si él estuviera aquí, en este momento, lo destrozaría. Le enseñaría que un hombre no le hace eso a un niño. La verdad es que soy el hijo de la puta del puerto, la ramera del mar. De algún lado salieron mis ojos verdes, mi cabello claro.


La primera vez que dejó la casa, aún no llegaba a los seis años. Buscaba escapar del infierno. A partir de ahí, su instinto de supervivencia lo fue todo. Cuando estaba en la calle comía lo que encontrara, lo que le regalaran. Aguantaba palizas de quien fuera y por lo que fuera. Dormía bajo cualquier cosa que lo resguardara de la intemperie. Pero el infierno continuó. El policía del pueblo lo recogía cada vez que lo veía y lo llevaba de regreso a su casa.


—Yo sé que ese borracho le está dando mala vida, pero la ley dice que yo lo tengo que llevar adonde él. No puedo hacer nada —le decía el policía.


Así hasta que a los siete años, su suerte cambió cuando consiguió trabajo en un cabaret. El dueño, además de darle unas monedas por hacer tareas sencillas como recoger mesas y acomodar sillas, lo dejaba dormir donde fuera. Para él, esa fue su primera casa.


—Tenía varias semanas de estar ahí cuando se me acercó una ballena blanca. Venía con la marea, oculta entre la espuma.


—Chiquillo, ¿vos sabés lo que es el sexo? —me preguntó.


—Después de eso, todas querían conmigo. Nunca me han faltado las mujeres.


A los doce años tomó un tren hacia San José. El primero de muchos viajes entre la ciudad y el Puerto. De ahí al Bronx, Nueva York, barrio al cual habían emigrado su madre y sus tías años antes. En el Bronx rápidamente hizo amistad con puertorriqueños, colombianos, salvadoreños, mexicanos y negros. Siempre se ha llevado bien con los puertorriqueños y los negros. Con los puertorriqueños porque son gente solidaria, pero creció con negros.


—Soy negro por dentro. Me siento bien entre ellos, porque no tienen miedo de abrazar al hermano para demostrarle amor y respeto. En la vida, no hay nada más lindo que expresarle a otro hombre tu respeto.


Los primeros grupos que frecuentó no fueron las pandillas, sino asociaciones que promovían la independencia de Puerto Rico, pero la frontera entre estos y las bandas nacidas para defender el barrio latino era muy tenue. Así se fue enredando hasta que llegó a los Kings.


—Nosotros no somos una ganga para el mal. Estamos para hacer el bien, para proteger al vecindario, proteger la vida. Para morir por el hermano cuando sea necesario. No somos como las maras or another ganga que andan robándole a la gente más débil. Si yo me encuentro con uno de esos, más bien voy y le digo, mire se me va de aquí o lo rajo. Ellos saben que es verdad. ¿Sabe por qué?


— Porque tengo valor. Mire mi rostro, vea estas cicatrices. ¿Usted cree que yo me hago pa´tras? No brother, ante nadie. ¿Me escuchó? Ante nadie.


Décadas después, está de regreso en San José. Se sienta frente a una mesa de vidrio y bambú. El lugar es un sitio pequeño y austero. Lo observo con detenimiento. Tiene los ojos color verde esmeralda, el cabello blanco, muy corto, la piel morena. Su rostro irradia bravura, sus gestos son muy marcados, severos, denotan dureza. Lleva una camiseta color azul, sin mangas, con el símbolo de los Yankees de Nueva York sobre el pecho. En sus brazos se pueden ver algunos de sus tatuajes. Los buenos son vírgenes y santos. Los malos están cubiertos por la tela, en su abdomen y espalda. Cubiertos para no tener problemas con los prejuicios de la sociedad.


En la sala, colgando de una pared hay una jaula de madera. Adentro, un periquito de amor, azulado. Revolotea con ansiedad. León camina despacio, arrastrando una pierna. Levanta el brazo, descorre el cerrojo y deja salir al pájaro.


—Lo dejo volar todos los días durante un rato, para que ejercite sus alitas, para que vuele libre. Aunque sea adentro de las paredes de esta casa. No lo puedo dejar todo el día suelto, porque es capaz que se lo come una rata o la gata del edificio, que en ocasiones se escurre entre las celosías.


Me siento como un espectador. Trato de grabar en mi mente cada detalle, cada palabra. Me prohíbe usar grabadora, lápiz o papel.


¿Así que usted es el escritor? ¿Escribe para una revista, un periódico o qué?


—No, escribo para mí. Trato de hacerlo lo mejor que puedo, no tengo ningún libro ni publicación, soy totalmente desconocido, pero ahí van quedando mis historias.


—Me parece bien que no escriba para un periódico o una revista, porque eso es muy comercial. Ellos solo escriben lo que les interesa. ¿Qué les va a importar alguien como yo? Un old school. A ellos les interesan los tiroteos de los maras, de los narcos, porque eso vende. Cuando hablan de una ganga, solo hablan de los delitos, nunca de lo que hay detrás, de lo complejas que son.


Toma un respiro. Regresa al sillón. Se sienta, y continúa.


Almighty Latin King Nation es una ganga de hermanos para protegernos de los abusos del blanco. Para que aprenda que somos iguales, que no somos inferiores a él. Luchamos contra su sistema, porque trata de oprimir y explotar. Pero no odiamos a los Estados Unidos, al contrario, son nuestra segunda patria. Es la tierra de nuestros hijos. Pero la ganga te enseña a amar a tu origen latino, a proteger al hermano. Somos una gran nación de hermanos y hermanas, unidos para protegernos.


León, hace una pausa. Se levanta, va a al fregadero, toma un vaso, lo llena de agua, toma un trago grande y regresa.


—Sabe, yo también escribo. Es bonito sentarse a escribir lo que uno piensa o lo que siente, y que luego otras personas lo lean. Pero claro no es fácil, sobre todo cuando uno se ha formado en la calle. Yo le escribo cartas de amor a una muchacha del barrio. Desde que llegué aquí se ha preocupado por mí, porque yo esté bien y no me haga falta nada. Más allá de eso, ella me ha dado ese calor humano que uno necesita. No se puede vivir sin amor. Tal vez, si no hubiera tenido esta vida que me tocó vivir, me habría gustado ser escritor. A mi me gustaría que alguien, algún día, se tome el tiempo y escriba sobre mí, aunque sea algo pequeño y ojalá otros lo lleguen a leer.


Mira por la ventana. De perfil, su rostro parece de piedra. A contraluz es como si su silueta se hiciera gigante. Él, con su visión del mundo y sus creencias, es más auténtico que mucha gente que anda por ahí. Sus sentimientos son más reales e intensos.


Conforme lo escucho hablar, también resuenan en mis oídos las palabras de alguien más, a quien le comenté que iba a visitar a León:


—Algunos de ellos se ven a sí mismos como salvadores y protectores. Tal vez, al inicio perseguían fines nobles, pero esos principios, en la mayoría de los casos, se degeneraron y las pandillas se transformaron en organizaciones delictivas.


León, continúa:


—Yo tengo mi propia fe. Mi fe es en el ser humano y en sus principios, un ser que tiene el poder de decidir y actuar. Yo hago mi fe, cómo hago mi vida, a cada momento, por las decisiones que tomo. La religión es un instrumento para dominar y controlar. De eso yo no tengo. Todo lo contrario, lucho por mi libertad. Mis principios son el respeto y la lealtad. Mi principio es proteger a la viejita del barrio, a los niños.


El perico posa sobre una lámpara. León se acerca, le extiende el brazo y el dedo índice. Lo lleva de regreso a la jaula.


¿Por qué regresó a Costa Rica? ¿Por qué dejó lo Estados Unidos?

Interrumpe la narración. Me dice que ya no quiere seguir hablando.


—Ya tiene suficiente material para escribir sobre mí —dice.


Hace énfasis en que no escriba ningún detalle que pueda revelar su identidad. Le pregunto si tiene alguna deuda pendiente con la ley, pero me responde que mejor me vaya. Luego va hacia la puerta, la abre. Bajamos las gradas, salimos del edificio y nos despedimos.


León queda atrás, yo sigo adelante, escribiendo.

Las postales extraviadas de la vida de alguien más

Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio, amplio, oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsunami. Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso similar, intenso, profundo, vasto y la vibración constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de caminar entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papalote cuando se es niño y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve.


Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas sobre la superficie. E inmediatamente las partículas se van soltando una a una, chocando contra el pavimento, mientras el sonido es amplificado. La calma se desvanece y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza.


Es el estado de alerta, de precaución, como cuando alguien o algo te acecha en la oscuridad. Segundos más tarde, ya no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones. Mientras vos y yo, y los otros comienzan a correr, a escapar en todas direcciones, como ratones de un cartoon noventero.


Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y los nidos de oropéndola, con sus bombas de piel humana, cayendo. Y los aviones te siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como la rosa de los vientos.


Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el viento acariciándote el rostro violentamente y tus ojos chinos que lagrimean. Acelerás, acelerás y la moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un momento, emergen en el horizonte dos cazas, como puntos terribles que se acercan llenos de certezas. Hasta que dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado tuyo sobre la carretera. Y ya no importa si vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan.


Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.


Un hombre joven camina por un jardín tropical, lleno de plantas exuberantes, algunas están en plena floración; lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica. También hay almendros y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín.


El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge a la vez salvaje, terrible e inofensivo. Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto, un vestido de rayas que apenas le cubre la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano y la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en el mar, deja que sus voces blancas la acaricien por completo. Por eso su piel se eriza, su interior se contrae, sus grandes ojos de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía, de sensualidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín.


Él se acerca silencioso, se abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan.


Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se hacen más grandes, preparan sus metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas.


Se da el siguiente momento.


El momento en que el hombre suda su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman, la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda rostros, se suda así mismo y cae.


Cuando recobra el sentido, está tirado en el piso, escondido en una esquina, junto a un ventilador que suena como un avión, como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño. Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extraviadas de la vida de alguien más.