Friday, April 01, 2011

Las postales extraviadas de la vida de alguien más

Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio, amplio, oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsunami. Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso similar, intenso, profundo, vasto y la vibración constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de caminar entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papalote cuando se es niño y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve.


Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas sobre la superficie. E inmediatamente las partículas se van soltando una a una, chocando contra el pavimento, mientras el sonido es amplificado. La calma se desvanece y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza.


Es el estado de alerta, de precaución, como cuando alguien o algo te acecha en la oscuridad. Segundos más tarde, ya no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones. Mientras vos y yo, y los otros comienzan a correr, a escapar en todas direcciones, como ratones de un cartoon noventero.


Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y los nidos de oropéndola, con sus bombas de piel humana, cayendo. Y los aviones te siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como la rosa de los vientos.


Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el viento acariciándote el rostro violentamente y tus ojos chinos que lagrimean. Acelerás, acelerás y la moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un momento, emergen en el horizonte dos cazas, como puntos terribles que se acercan llenos de certezas. Hasta que dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado tuyo sobre la carretera. Y ya no importa si vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan.


Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.


Un hombre joven camina por un jardín tropical, lleno de plantas exuberantes, algunas están en plena floración; lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica. También hay almendros y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín.


El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge a la vez salvaje, terrible e inofensivo. Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto, un vestido de rayas que apenas le cubre la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano y la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en el mar, deja que sus voces blancas la acaricien por completo. Por eso su piel se eriza, su interior se contrae, sus grandes ojos de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía, de sensualidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín.


Él se acerca silencioso, se abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan.


Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se hacen más grandes, preparan sus metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas.


Se da el siguiente momento.


El momento en que el hombre suda su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman, la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda rostros, se suda así mismo y cae.


Cuando recobra el sentido, está tirado en el piso, escondido en una esquina, junto a un ventilador que suena como un avión, como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño. Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extraviadas de la vida de alguien más.

No comments: