Tuesday, April 01, 2008

29 de marzo

Al fin cuando me levanto esta mañana me siento más claro y estable. He pasado dos días con una extraña depresión, sumido en una especie de autocompasión, aislamiento e inmovilidad. No he contestado el teléfono y he evitado prácticamente todo tipo de contacto con la gente. Aunque realizo llamadas desesperadas y sin aparente sentido a algunas personas muy cercanas, buscando un poco de equilibrio, lanzando mi cable a tierra. No he podido leer ni escribir, tampoco nadar.

Pero hoy es diferente, siento como si la tormenta que había en mi cabeza hubiese cesado, tengo más lucidez para pensar y actuar. Apenas abrí los ojos bajé a la cocina, habían chingas de cigarro en el piso, platos sucios en la pila, restos de
comida de hace varios días, empaques y botellas vacías, la limpié.

Luego comencé a buscar el sentimiento literario, algo que me llevara a el, así fue que inicié la lectura de “Crónicas” de Bob Dylan, libro que me presto mi amigo Franco, quién de paso me envío, días atrás un memo, haciendo constar sobre dicho préstamo, no quiere que le suceda lo mismo que a la novela gótica, Melmoth El Errabundo, la cual tengo empacada en mi sótano. Que no sé me tilde de hampón, lo que sucede es que este libro además de fantástico, es una rareza, pues solo una vez he visto otro ejemplar. A Dylan me le aproximo primeramente como escritor, su relato es intenso, su descripción de un NY underground, en el cual un jóven escritor, e inteprete de canciones folk busca abrirse paso, es cautivadora.

Hoy el sol apenas calienta, no es muy fuerte, el aire se siente más bien húmedo, incluso un poco sombrío, aunque pasado el medio día el sol golpea la piel con fuerza, yo camino por las calles de San Jóse, con mis botas de goma, pesadas y amarradas hasta los tobillos, en dirección de la Zona Roja.

La Avenida Central es un mar de gente, de arriba abajo son miles las personas que la recorren. Creo que muchos han venido a ver a las vacas multicolores que varios artistas han colocado por ahí, yo veo algunas, se ven lindas, pero no me detengo a observarlas. En lugar de eso me dirigo hacia donde voy, con la esperanza de encontrar mi bicleta, robada hace poco más de una semana atrás. La ciudad es la misma de siempre, opaca y sencilla. La visita a la Calle 12 es requisito, aunque por temor a otro asalto, no traje ninguna esperanza conmigo.

Durante una hora voy de arriba abajo, tratando de disimular, echándo un ojo largo y profundo, como queriendo penetrar entre aquellas tiendecillas, completamente vedadas para mi, voy a las mismas tiendas que antes, a los mismos chinamos con disimulo, buscando bicicletas aunque ninguna en particular. Solo que esta vez encuentro un nuevo mercado de compra y ventas, se trata de un edificio de dos pisos o más bien un piso y un sótano. Serán unas veinte tiendas o más, agrupadas bajo un mismo techo, todas venden lo mismo cámaras, teléfonos, televisores y dvd s.

Todo el mundo sabe que esos artículos son robados, todo el mundo sabe que la zona esta llena de topadores, la ley lo sabe, pues son ellos los que recomiendan ir a ahí a buscar los artículos robados.

No encontré mi bicicleta, por lo que lleno de pesimismo, la doy por perdida, ya no regresaré.

Aún es temprano, me voy a La Sabana, simplemente quiero que el tiempo pase, que pase la tarde, que caiga el sol, que se haga la noche, paso por cada edificio, me meto por cada puerta, cada ventana y cada persiana, buscando no sé qué, no sé donde, que me saque de la monotonía. Cuadras y más cuadras de zapatos de goma, de rostros que van y vienen, de transeuntes exploradores, transeúntes turistas, transeuntes consumistas, amolotados, enloquecidos con las vaquitas de colores.

Superficial a todo, este es un día que no pasa por mi sino yo por el. Dentro del parque de La Sabana, veo a las parejitas de la mano, una a una, sonriendo a los niños colorados, corriendo detrás de una bola. Cada uno es un sueño, cada uno es un mundo.

En una de las canchas de futbol me salgo de mi cuerpo y me miro desde el cielo, levanto polvaredas, y hago ras, ras a cada paso. Detrás se escucha el aullido de la ciudad, los autobuses, miles de personas que hablan a mi alrededor de cerca y de lejos. La campanilla de un copero viene traía por el aire, se acerca despacio, como una melodía, hasta rozar mis oídos y luego se aleja, tímida, se hace distante, hasta que desaparece. Cuando regreso, ahí esta mi cuerpo, tirado en el piso, con un lápiz en la mano y mi desordenada libreta en la otra.

En la opaca San Jóse me siento como en un laberinto, completamente desubicado, buscándo algo, aunque no sé lo que es, hace tiempo dejé de buscar un rostro amable o una palabra certera. Quizá busque una compañera, pasajera de la noche, igual de extravíada que yo, para acompañarnos mutuamente, una buena borrachera que me alcance hasta el domingo, o quizá solo caminar en silencio. En la barra de un bar tomo una cerveza tras otra, se mueven algunas infantas a mi alrededor, pero decido que no voy, hace meses atrás no lo habría dudado, pero hoy no, ya no, desde hace semanas ese ya no es mi juego, me cansé de tanta superficialidad, de tanta de frialdad y lejanía. Me abstengo, bebo absorto en mi cerveza, de vez cuando fumo un cigarro, de vez en cuando levanto la mirada. Ahí es cuando veo a esas tres escritoras sentadas, tres generaciones de literatura juntas y yo me les quisiera aproximar, no para hablar, sino simplmente para escuchar, pero no lo hago. Las miro, las observo, las espío, pero no las puedo escuchar. Esta lejanía es la diferencia entre tener algo que decir y ser un mero testigo...

Cuando me doy cuenta estoy muy borracho y me lanzo a la calle angustiado, algo se me escapa, pero tengo un sentimiento violento, que me dice que me large, que me salga de la calle. Cuando mi paranoia viene nada la detiene, inmediatamente le digo al taxista que me lleve de regreso.

En mi apartamento, la luz amarilla de mi teléfono rojo está parpadeándo. Hay un mensaje para mi.

- Hijo, se murió tu abuelo, entonces todo cambia.