Tuesday, March 29, 2011

El gallo. Un cuento mexicano

La calle es fuego, los rayos de sol se acumulan en el asfalto. No hay viento, no hay brisa, solo un cruce de caminos, el paisaje desértico y calor. Como si el cielo también ardiera. Un hombre de edad mediana, ni muy delgado, ni muy gordo, de cabello largo, espera bajo el sol. La única sombra que hay, es su sombrero de vaquero y su barba de tres días. La cita es a las once de la mañana, faltan diez para las doce y el taxista no da señales de vida. Tiene que ser paciente, aquí nada ocurre a tiempo, todo sucede dos o tres horas después. Al rato pasa una patrulla, siente que lo miran con sospecha, como si lo persiguieran. No ha hecho nada malo, ¿qué harían si lo atraparan? Está listo para decirles de sopetón que no tiene para mordidas, pero eso sería una estupidez. Siempre ha sido un poco paranoico.


El calor es insoportable. Sería perfecto tomar una cerveza o un agua fría, pero no hay nadie más que él, la carretera vacía y aquél cruce de caminos. Tiene casi dieciocho años de ser consumidor, comenzó a los veinte, aunque hace más de un año que no se ha metido nada. No es que le haga falta, pues tiene su hábito controlado. Pero un poco, solo un poco, no estaría mal. Es que hay momentos en la vida en los que se necesita un poco de ayuda para seguir adelante. En aquél calor, en aquella vida que lleva, sería como detenerse un momento y descansar.


Al fin, una mota aparece en el horizonte, poco a poco toma la forma de un vehículo ruidoso. Se detiene de súbito, se abre la puerta; como en una movie. El sujeto que esperaba en la carretera lo aborda. El conductor le muestra sus dientes amarillos y suelta una bocanada de aliento pestilente.


Está un poco caliente, ¿no? Dice al ver las gotas de sudor que resbalan por la frente del pasajero.


Nunca se han visto. El contacto lo hizo alguien más. En este negocio todo es precaución. El interior del taxi huele a droga. El pasajero parece pedir un poco con la mirada. El taxista se ríe, pero no le da nada. El pasajero trata de hacerle conversación. Tampoco sabe claramente hacia donde se dirigen, sabe que es un lugar hacia el sur, una casa perdida en la llanura, donde guardan la mercancía, pero desconoce el nombre del lugar. Lo único que le interesa es que todo salga bien.


El bisnes amigo… el bisnes ha estado muy complicado — dice el conductor.

¿Por qué? — pregunta el pasajero.


Ya sabe los pinches pendejos que se disputan la plaza. Además está en el ejército y la policía, con esos nunca se sabe. Lo único que les interesa es ver cómo sacan algo de lana.


El taxista enciende un cigarro, ofrece otro al pasajero. Descienden por un cañón. Al fondo, como una cicatriz en la tierra, un caño recoge los desperdicios de los habitantes del lugar. Están por llegar. El taxista nota que todo está extrañamente callado. No hay niños jugando en la calle, ni perros, ni nada. Únicamente un gallo aletea bajo un árbol.


Detienen el carro. Caminan por una vereda que serpentea entre los ranchos.


— El problema es guardar y mover la droga. Es muy complicado porque el negocio es muy competitivo. Nosotros competimos contra la balas — se carcajea. — La verdad es que no nos dedicamos a esto. Lo que guardamos aquí es solo para consumo personal y para ayudar a algunos amigos. El problema es que los primeros que se mueren en esta guerra son los vendedores al menudeo, y luego todo se pone muy escaso.


A mi me han hecho picadillo a varios amigos, suena exagerado pero así es, no le miento. Los parten en pedacitos y los tiran a la calle. Así… pues no. Prefiero comprar una cantidad grande con uno o dos más, y pellizcar nada más el consumo.


Llegan al final de una alameda.


— Aquí es. Este era antes nuestro bulín, pero ahora lo usamos para lo que usted necesite— dice el taxista.


Golpea la puerta. —¡ Panchito! —grita a alguien en el interior.


A las seis de mañana el gallo aún cacareaba, el sol ya comenzaba a calentar. El hombre dormía en el sillón de la sala, o lo intentaba pues estuvo bebiendo y consumiendo hasta hacía pocas horas, y ahora sentía que descargas eléctricas se le venían sobre la frente. Entonces abría los ojos, asustado, se cercioraba que nada estaba pasando y seguía intentando dormir. Panchito, no lo sabía pero estaba en las puertas del infierno y aquellas descargas, eran el anticipo de lo que se venía.


Al rato se levantó, fue a la cocina, tomó un galón de agua tibia, se refrescó el rostro y la garganta. Después se dirigió al baño, vomitó un poco y orinó. Se tiró en el piso fresco, comenzó sentir un leve alivio y cayó dormido. Un escorpión rojizo se ocultaba bajo una silla.


Comenzó a soñar que escuchaba pasos alrededor de la casa. Luego la voz de unos hombres, dos o tres, junto a la ventana. Trataban de abrir la puerta. Sintió que los hombres lo rodearon. Aún dormido trató de alcanzar la escopeta, pero ya no estaba a donde la había dejado. En lugar de eso, el escorpión le picó la mano. Abrió los ojos. Entonces tres hombres la emprendieron a palos contra él.


Luego lo sacaron de la casa, lo llevaron a la parte de atrás, bajo un árbol. Apareció un cuarto hombre en la escena. Traía su herramienta de trabajo en la mano. Cuando Panchito escuchó el sonido de la motosierra deseó que aquello fuera como las descargas eléctricas que había sentido un rato antes, cuestión de abrir los ojos y calmarse. O como el aguijonazo del escorpión, doloroso pero que al fin pasa.


— ¡Paaaaaanchooooo! Qué extraño, parece que no está —, vuelve a decir el taxista. En esta fase del juego, el comprador es un protagonista inexistente.

Al taxista le entran las ganas de mear. Va hacia el árbol, donde está el gallo. Se da cuenta que el ave sostiene algo en su pico.


— ¡Pinche pendejo! — grita el hombre al gallo. El ave revolotea y deja caer lo que sostiene. El taxista lo examina con asco. Es un pedazo de carne flácido. Al inicio no sabe qué es, pero luego se da cuenta.


—¡Una verga! — grita asustado. Camina un poco por ahí, encuentra un tronco humano, sanguinolento. Falta la cabeza, las manos y los pies. —¡Ves cabrón te lo dije! Ya nos jodieron a Panchito.

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